El gordo aquel...

Por Gustavo Emilio Rosales.


Me gustaría leer una historia acerca de alguien que sanara con el apoyo de la danza. Pienso en el tono sencillo y convocante de algún escritor con inquietud de aventurero y gran capacidad para decir lo humano: Álvaro Mutis, Luis Cardoza y Aragón; o alguien así, por el estilo.
Al inicio de mi primera juventud – creo que voy saliendo de la sexta y espero que vengan muchas más -, buscando una taquería, me extravié por los barrios populares del centro de la ciudad de México, esos que prolongan hacia el oeste el área pomposamente denominada “histórica”. En el final de los años setenta era perfectamente concebible que un jovencito deambulara solo por una urbe que tenía trece millones menos de habitantes con respecto a los que hoy tiene, en un país que distaba mucho de ser la selva sangrienta que es ahora.
No pude encontrar los exquisitos tacos de lengua que llegué a probar tan sólo una ocasión y nunca más, pero en su lugar hallé una fiesta callejera de dimensiones colosales. Dos cuadras y media habían sido selladas al paso de vehículos, un templete de carnaval establecía el dominio absoluto de Sonido La Changa, que en esos tiempos era el monarca indiscutible del dancing callejero. Sobre el entarimado, en la plenitud de su vigor, Don Rubén Rojo Villa, el DJ pionero de la emblemática cara de primate, pinchaba los discos de aguja en sus tornamesas asimétricos importados directamente de Tepito, mientras emitía las letanías que lo hicieran leyenda.
El reventón estaba a punto de hervir. Los celebrantes de lo que fuere parecían dispuestos a refundar la Pasión de Jesús desde la perspectiva de una euforia danzante. Súbitamente todo fue movimiento: la carne morena, multiplicada por decenas; el asfalto renegrido de las seis tarde; los faroles humildes de barrio pendenciero… Buscando reencontrar la lógica común de la ciudad, repentinamente, me estrellé de frente con la visión inolvidable: un gordo de dimensiones pantagruélicas se hallaba iluminando cien metros a la redonda con un despliegue energético equivalente a la deflagración conjunta del escuadrón de tiro que fusiló a Maximiliano, por allá por Querétaro.
Al apuntar este recuerdo, noto que he visto bailar a varias figuras emblemáticas de mi generación. Ví bailar a la Ferri en Buenos Aires (y entre el público, entonces, se encontraban Elba Esther Gordillo y Jorge Kahwagi, dos de los políticos más viles de México); ví bailar a Malakhov, a Louise Lecavalier, a Mercedes Amaya, a Mijaíl Barýshnikov, a Carlos Acosta y a una lista interminable de bailarines menos famosos, pero no menos virtuosos que estos divos. Y, sin embargo, al gordo aquel nada más no lo olvido. Entre las notas de una cumbiamba de ritmo casi pornográfico, ese fastuoso ser, con cuerpo más de bestia que de persona, bailaba con la gracia de una niña que por primera vez acariciara el terciopelo. Su masa era su masa y no: en vez de kilos, la definian kilovatios de eléctrico placer; en lugar de minutos y segundos, sus agilísimos desplazamientos parecían estar computados por eones, como parecen estarlo las dinámicas de los animales y los árboles. Todo su peso desmedido había mutado en espirales danzantes y cada giro en él era una invención de color inaugurado para el viento, cada pequeño cambio de velocidad de esa cadera talla 52 era un canto sin letras en honor a Xochipilli, el dios prehispánico del amor y la danza, el equivalente azteca de Terpsícore.
Hoy que me hace falta leer una historia acerca de alguien que sane con apoyo de la danza, acude a mi memoria la imagen imborrable de aquel enorme bailarín callejero, del todo singular. ¿De qué forma puede dicha imagen ser emblema de un estado de salud? Reconozco que, en cierto modo, ser es parecer. Pero ese parecer no debe confundirse con los paradigmas al uso: cuántas veces los cuerpos ideales de los afiches publicitarios son evidentemente inexpresivos, sin luz propia; en tanto que los trazos vigorosos de un obrero maduro, aplicado a la labor que le da de comer, proyectan sin duda una carga de experiencia fascinante.
Los partidarios de la danza virtuosa están de acuerdo en rechazar el fenómeno del movimiento ordinario como elemento constitutivo de la escena. Para ellos, el camino que conduce a la danza cual arte sólo es uno: el dominio de una técnica excelsa, que modele una atlética corporeidad capaz de producir, una tras otra, efigies de belleza canónica al compás de una dramaturgia musical. La danza que realizaría el gordo aquel; mi tía abuela al cocinar su mole verde; o el zapatero remendón de la esquina, cuando limpia los zapatos con un trapo que hace sonar vertiginosamente, como si se tratara de un motor, pueden ser sólo hobby, manía, laburo, pretexto para reunión social, terapía emocional o lo que en verdad parecen ser: evoluciones de un mamífero bípedo; no más. El bailarín, bajo esta óptica, debe parecer bailarín; de lo contrario es un actor, un dilentante o amateur.
Rosario Armenta es una bailarina mexicana formada dentro de los cánones del rigor técnico, quien destacó en los noventa como intérprete virtuosa. Al emprender un camino propio como coreógrafa, ella apostó a situar sus creaciones a partir de la expresión de gente del común; cuerpos de la vida real, les llamaba: trabajadores, aficionados, jóvenes intrépidos y Olmo, su pequeño hijo, articularon sus propuestas coreográficas. Carlos Ocampo, alta voz de la crítica de aquel entonces, descalificaba estas presencias escénicas llamándolas con sorna “estorbos visuales” (así nació la pieza del mismo nombre, hecha porArmenta); él gustaba de ver bailar estatuas vivientes, especialmente efebos.
Lo que Ocampo ignoró – de seguro hasta el momento de su infausto deceso -, era que la apuesta de Armenta se estaba también jugando, paralelamente y con fruición, en Francia, donde el llamado movimiento artístico de la No Danza ofrecía al consumo popular, en los teatros más reputados del circuito europeo, las madejas de movimiento cotidiano de personas que no parecían haber llevado a cabo una sola abdominal en su vida, y que además lucían absolutamente dispuestas a no intentar hacerlo jamás.
Pero, momento… ¿No era que los norteamericanos ya habían inventado no bailar cuarenta años atrás?
Hoy es común pagar un boleto de entrada a un espectáculo que lleva impresa la palabra danza en los programas y salir preguntándose cuándo y dónde, carajo, aparecieron los bailarines y bailaron, en mitad de tanta situaciones aparentemente absurdas, al menos inconexas, del tipo: gente que ofrece galletas hechas en casa mientras lee a grito pelado párrafos completos de libros de Deleuze; o permanecen acostados, aparentemente inmóviles, durante doce minutos y contando.
En ocasiones, resulta complicado explicarles a los bailarines que hacer danza no es tan sólo bailar. Quizá resulte más arduo aún transmitirles la idea de que la danza es posible a pesar, incluso, de bailar. Pero, en definitiva, aún es francamente difícil convencer al espectador medio de que los actos escénicos no bailados pueden pertenecer también al arte de la danza; que, pueden, incluso, ser referentes de él, como la espléndida creación bautizada Paso doble, que al alimón hicieron en 2006 Josef Nadj y Miquel Barceló.
Y, no vayamos más lejos, confesemos que en ocasiones los críticos, los teóricos, los supuestos especialistas – espectadores de profesión -, nos encontramos ante propuestas impermeables a casi cualquier categorización, en las que la línea que divide la invención inspirada de la ocurrencia atroz es muy delgada. “El arte verdaderamente nuevo tiende a ser decepcionante. Sobre todo para el público que cree saber cómo debería ser el arte”, afirma, en un ensayo propio, Gabriel Orozco, el artista contemporáneo más importante de Xalapa, Veracruz. “El arte nuevo destruye al público:lo hace entrar en crisis por el simple hecho de que no podía haber público para un arte que antes no existía. Con la aparición de un arte desconocido, el público consagrado desaparece. El artista es el primero en transformarse, y, con él, el público deja de ser una masa de acuerdo entre sí y se convierte en individuos en desacuerdo ante una nueva realidad artística”, concluye.
A Orozco le asiste la razón. En un corto periodo de tiempo – tan sólo algunas cuantas décadas –, en los terrenos del arte se ha hecho mucho y de muy diversas maneras; a tal punto que hoy aludir a una tradición artística y a los soportes estéticos de las estructuras correspondientes no puede llevarse a cabo sin cierto riesgo de caer en un pleonasmo de sentencias folclóricas. Desde esta perspectiva, cada nueva creación emprendería – con la mayor o menor capacidad que su coherencia interna pudiera brindarle – su propio horizonte de significación, su propia (en el mejor de los casos) poética. “Cuando el arte se realiza es cuando el público se realiza con él, aunque sea por un momento”, afirma el jalapeño.
Considero que exactamente lo mismo sucede con el concepto de salud, que es imposible ya de definir a través de taxonomías determinantes. Hoy estamos, qué bueno, distantes de la obsoleta noción de salud como ausencia total de enfermedad, pues sabemos que el cuerpo humano es un campo de tensiones energéticas (y la mente forma parte protagónica de esto), que están en reacomodo permanente y que salud, dentro de este escenario, es un estado privilegiado, pero momentáneo, de acuerdo armónico entre dichas tensiones. Es evidente que hay grados de desarrollo en las lógicas que animan este concepto; grados o niveles que ponen en aprietos a la medicina, pues le complican el hecho de emplear tratamientos y medicaciones generales para la atención de males que encarnan con las variantes específicas de la individualidad que los experimenta.
El gordo aquel que fue el Nijinsky de mi infancia bien pudo haber estado verdaderamente enfermo (desde una óptica canónica ya lo estaba al ser obeso desmedido), pero al momento de danzar se convertía en la representación incuestionable de una salud que contagiaba vorazmente sus atributos de goce y de ternura. En un texto que proviene de los inicios de su notable oficio, el director italiano Eugenio Barba refiere una historia similar: un actor genial, quien marcó para siempre su vida como espectador a través de una proyección descomunal de intensidades emotivas, era enfermo cardíaco. Su mal era avanzado, así que las pocas energías que le quedaban las empleaba este actor para preparar, noche tras noche, detalle tras detalle, su personaje, con un cuidado sobrehumano que después proyectaba sin reserva a los públicos hechizados por su arte. “Pensaba entonces que sólo los enfermos del corazón debían ser actores”, considera Barba.
Me puse a mí mismo en mis manos, me sané yo a mí mismo: la condición de ello –cual­quier fisiólogo lo concederá– es estar sano en el fondo. Un ser típicamente enfermizo no puede sanar, aun menos sanarse él a sí mismo; para un ser típicamente sano, en cambio, el estar enfermo puede constituir incluso un enérgico estimulante para vivir, para Más-vivir”, escribió Nietzsche en Ecce Homo, poco antes de ser recluido en una clínica para enfermos mentales. Un caso desconcertante, que nos recuerda el recio destino visionario de Antonin Artaud; que nos coloca frente a las ideas danza y salud en toda su íntima desnudez, como lo que realmente son: estados momentáneos y especiales del cuerpo, dimensiones que el cuerpo alcanza cuando logra modificar, conscientemente o no, sus irregularidades y acceder al momento que el poeta Octavio Paz vio en Piedra de Sol; ese momento cuando, a pesar de la vileza del arduo devenir,…

..., las paredes
invisibles, las máscaras podridas
que dividen al hombre de los hombres,
al hombre de sí mismo,
se derrumban
por un instante inmenso y vislumbramos
nuestra unidad perdida, el desamparo
que es ser hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el pan, el sol, la muerte,
el olvidado asombro de estar vivos; (…)

Sí, cómo me gustaría leer una historia acerca de alguien que sanara con el apoyo de la danza.

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• Imagen del artículo: poster de Federico Lamas para el proyecto Campechana & Bastarda, de Ilán González, que consistió en un osado mestizaje cultural, inspirado por la vocación barriocosmopolitera del Ser Tepiteño. Mayor información en www.obstinadotepito.com.